El falso péndulo: por qué la discusión “apertura vs. cierre” nos impide hacer las preguntas que realmente importan
Se repite que la política productiva en Argentina funciona como un péndulo: con cada cambio de gobierno, oscila bruscamente entre apertura y cierre, y esos cambios de regímenes atentan contra nu...
Se repite que la política productiva en Argentina funciona como un péndulo: con cada cambio de gobierno, oscila bruscamente entre apertura y cierre, y esos cambios de regímenes atentan contra nuestro sector productivo. La frase es potente y ya conocida pero no cierta. En los hechos, la política productiva argentina muestra más persistencia que volatilidad. Cambia el relato, cambia la épica —la promesa de abrirse al mundo o la épica de proteger la industria nacional—, pero los cimientos que determinan los incentivos reales —aranceles, exenciones, subsidios y regímenes especiales— sobreviven a los gobiernos. No por casualidad: hay razones institucionales y de economía política.
La razón institucional es nítida. Gran parte de la política comercial externa está atada al Mercosur y a su Arancel Externo Común (AEC). Ningún gobierno puede modificar unilateralmente, de manera generalizada, los aranceles que se aplican a las importaciones extrazona. Hay márgenes para excepciones y para “acupuntura” arancelaria, pero desarmar el armazón de protección requiere consenso. La razón de economía política es menos visible y más difícil de enfrentar: el sistema tributario y regulatorio acumuló, durante décadas, beneficios sectoriales, exenciones y regímenes que funcionan como capas geológicas. Se sedimentan, generan supuestos derechos adquiridos, y cualquier intento de removerlos enfrenta costos concentrados y beneficios difusos. Resultado: los ejes centrales de la política productiva, independientemente de si es buena o mala como motor de desarrollo, terminan funcionando, de facto, como una política de Estado.
Pero aquí conviene complejizar la tesis. Que algo persista no lo vuelve automáticamente deseable. Que sea una política de Estado por inercia no la convierte en la política que necesitamos. La discusión binaria “apertura vs. cierre” oculta la pregunta que sí importa: ¿esta política productiva nos conviene como país? ¿a quién le sirve y a qué costo? Para responder, no alcanza con slogans. Hace falta mirar lo que pasó en las últimas décadas y lo que (no) cambió en estos años, para anclar la conversación en métricas comparables. Aquí es donde aparece la Tasa de Asistencia Efectiva (TAE).
La TAE, una continuidad que incomodaLa TAE que elabora la Oficina de Presupuesto del Congreso mide cuánto se incrementa o se reduce el valor agregado de una determinada actividad económica por el efecto combinado de aranceles, impuestos y subsidios. Dicho simple: es hacer la cuenta final de todos los empujones y todas las mochilas que el Estado pone en la espalda de cada actividad. El resultado es el mapa de quiénes ganan y quiénes pierden con la política comercial-fiscal, más allá de los relatos. Para hacerlo se compara el valor que un sector podría generar sin intervención con el valor que genera dadas las reglas actuales. Si con intervención el valor es más alto, la TAE da positiva. Si con intervención es más bajo, la TAE da negativa.
Al comparar la medición que recibió esta administración al inicio de su gestión con la estimación de 2024, lo primero que salta a la vista es la continuidad. El podio de los muy asistidos vuelve a estar integrado por electrónica de Tierra del Fuego, automotriz, calzado y tabaco. En el caso de esas cuatro actividades, la política vigente inflar en más de 50% su valor agregado. Traducción para el lector: puntualmente cuando en aparatos de TV, radio y comunicaciones la TAE es 112%, significa que el valor agregado del sector con la política actual es más del doble de lo que sería si el Estado no interviniese. La falta de competencia y la posibilidad de fijar precios más altos aumenta el valor de la producción de electrónica en Argentina.
En el extremo opuesto, agricultura y ganadería vuelve a ubicarse en terreno negativo. No sólo carece de protección arancelaria, sino que además enfrenta derechos de exportación y, en varios eslabones clave, aranceles sobre insumos y maquinarias que hacen más costoso producir. Algo similar —con matices— ocurre en energía y alimentos, donde la intervención estatal genera un entorno en el que es más fácil perder que ganar competitividad. En este caso, cuando la TAE de alimentos y bebidas marca −49%, lo que quiere decir es que la política pública vigente reduce prácticamente a la mitad el valor agregado del sector: de un nivel base de 100, pasa a 50. Entre estos extremos, un bloque de química, plásticos y metalmecánica conserva una protección moderada.
Lo más llamativo es que los resultados de esta medición son muy similares a los de 2023, a los de 2022, a los de 2018 y, si se hubieran estimado años anteriores, probablemente tampoco veríamos grandes cambios. Que la TAE cuente la misma historia, año tras año debería mover el eje de la discusión. No se trata de si un gobierno “abre” y el siguiente “cierra”, sino de preguntarnos si esta matriz rígida de protección y desprotección sirve a los objetivos que decimos perseguir: más exportaciones con valor agregado, empleo formal, salarios reales en alza y competencia que premie la eficiencia. A pesar de los relatos, todo parece indicar que en los hechos los ganadores y perdedores no están determinados por la productividad relativa, sino por la acumulación histórica de privilegios y cargas. El debate honesto no es “apertura sí o no”, sino qué, cómo y a qué velocidad debemos cambiar para desarmar la maraña de incentivos que hoy distorsiona precios relativos, inhibe inversión y carga costos sobre consumidores y sectores no protegidos.
¿Qué cambió en estos años?En casi dos años no hubo una liberalización indiscriminada ni un “shock” de apertura. Hubo, sí, un cambio micro con efectos concretos: se reemplazó un sistema de permisos e intervenciones que funcionaba como arancel encubierto; se eliminaron licencias que abrían ventanas a la discrecionalidad, la corrupción y al costo oculto; se bajaron aranceles en insumos críticos de cadenas donde los cuellos de botella eran evidentes (neumáticos, autopartes, ensamblado liviano); se aliviaron cargas para electrodomésticos con la idea de acercar precios a los de la región; se habilitaron válvulas para la canasta básica y medicamentos con el objetivo de evitar desabastecimientos y morigerar picos de precios; se acotó el uso de herramientas antidumping que derivaban en protecciones permanentes. En textiles y calzado hubo una baja de aranceles quirúrgica, y recientemente (no llegó a computarse en la TAE) en el sector tecnológico - celulares y computadoras - también se anunciaron reducciones de aranceles e impuestos. Pero el régimen de Tierra del Fuego permanece sin cambios y la reciente visita del presidente a la provincia dejó claro que no los habrá.
Estas decisiones no son irrelevantes: mejoraron precios relativos, redujeron tiempos y costos administrativos, y en algunos casos llegaron a sentirse en la góndola. Pero su impacto sobre la TAE fue limitado y, sobre todo, frágil. Limitado porque muchas de las trabas eliminadas no se registraban como arancel en la metodología y porque las rebajas fueron selectivas; frágil porque, al no tocar los pilares que sostienen la TAE —el AEC del Mercosur, los regímenes especiales y el gasto tributario asociado—, los cambios dependen del humor político y pueden revertirse con facilidad.
Aun así, queda un aprendizaje: cuando se quita discrecionalidad y se publican reglas claras —qué se exige, cómo se aprueba, en qué plazos— la economía responde. Aparecen oferentes que antes desistían, cae el poder de mercado de quienes vivían de la traba y se ordenan expectativas. La apertura no se reduce a bajar aranceles; también implica reducir costos de transacción y aumentar previsibilidad. Ese es un capital que conviene preservar, incluso si no mueve la TAE de un día para el otro.
¿Nos conviene esta política de asistencia? ¿A quién?Hasta aquí vimos que abrirse al mundo no es apretar un botón. Pero el verdadero problema no es un péndulo que oscila, sino una estructura que persiste. La TAE lo muestra con claridad: los ganadores y perdedores casi no cambian en el tiempo. Por eso, la pregunta más profunda que debemos hacernos es si esta política de asistencia sectorial nos sirve y para hacerlo conviene analizar tres planos. El primero es microeconómico: ¿qué ocurre con el consumidor que paga más por electrónicos o calzado que en países vecinos? ¿qué le pasa al productor que compra insumos caros? El segundo es macroeconómico: ¿esta matriz fomenta exportaciones con valor, atrae inversión y empuja empleo formal, o termina consolidando rentas en sectores de baja competencia que se defienden mejor puertas adentro? El tercero es fiscal: ¿cuál es el costo de las exenciones y subsidios asociados y cuál es su beneficio verificable en términos de innovación, empleo y encadenamientos?
Una política de asistencia persistente no es, de por sí, una política conveniente. Puede serlo si acelera la productividad, densifica encadenamientos, multiplica exportaciones y sube salarios reales. No lo es si encarece la canasta tecnológica, castiga a sectores transables de alta productividad, desalienta la competencia y se financia con impuestos distorsivos, como las retenciones. El problema argentino es que evitamos esta conversación y discutimos consignas, no costo–beneficio social.
¿Qué haría falta para un cambio real y duradero?Si aceptamos que el problema no es el péndulo sino un esquema persistente, el camino para resolverlo sale solo. Primero, una agenda en el Mercosur para revisar el AEC. No es sencillo, pero es la única manera de convertir en irreversibles las señales de apertura que hoy dependen del humor doméstico. La inminente firma del acuerdo Mercosur-Unión Europea también sería un gran paso en la dirección de una mayor integración con un carácter institucional sólido. Segundo, una revisión del gasto tributario asociada a la política industrial: inventariar beneficios por sector, publicar objetivos, medir resultados y establecer cláusulas de caducidad. Menos exenciones e impuestos con tasas más bajas para todos es una regla simple y pro-crecimiento. Estos aspectos son clave en la inminente discusión de la reforma tributaria. Tercero, transparencia y competencia como políticas horizontales: trámites simples, estándares claros, autoridad de competencia con dientes, sanciones a conductas anticompetitivas, y un marco que premie al que invierte y compite, no al que negocia protección.
Nada de esto implica negar la gradualidad ni la protección inteligente. Hay transiciones que requieren cuidado. Una política productiva moderna protege procesos, capacidad de aprendizaje y competencias; no protege rentas sin horizonte ni encarece sistemáticamente la canasta tecnológica de los hogares.
La conclusión es simple: la discusión relevante no es “apertura vs. cierre”, sino si la política productiva de facto que acarreamos hace décadas nos conviene como país. Si la respuesta es sí, debe serlo con evidencia y reglas que la vuelvan sostenible y auditable; si la respuesta es no, la honestidad política consiste en desarmar con método, acuerdos y plazos las capas que ya no se justifican. Sólo así la política productiva dejará de ser una inercia de Estado para convertirse en una verdadera política de Estado: una que eleve productividad, exportaciones y salarios reales.