Antes del sable y la pluma, el calor materno
Detrás de cada figura heroica de la historia hay una sombra silenciosa que no busca gloria, pero la sostiene. Son esas mujeres que, sin marchar a los campos de batalla ni firmar decretos, moldearo...
Detrás de cada figura heroica de la historia hay una sombra silenciosa que no busca gloria, pero la sostiene. Son esas mujeres que, sin marchar a los campos de batalla ni firmar decretos, moldearon a los hombres que luego se llamarían próceres. Fueron madres, antes que símbolos, protectoras antes que nombres en los libros, guardianas del hogar cuando el país apenas era un sueño incierto.
Hasta la cárcel. En el corazón de Córdoba nació Tiburcia Haedo, madre del general José María Paz. Cuando en 1831 su hijo cayó prisionero de Estanislao López, la mujer vivía en Buenos Aires. Nada la retuvo: emprendió viaje hacia Santa Fe, con la sola convicción de que el amor materno podía más que las cadenas.
Acompañó a su hijo dondequiera que lo llevaran. Cuando fue trasladado a Luján, bajo la custodia del propio Juan Manuel de Rosas, Tiburcia lo siguió. No había frío ni cansancio que la venciera. Se sentaba durante horas en las escaleras de la cárcel, esperando el momento —a veces incierto— en que un guardia, conmovido por su obstinación, la dejara entrar. Entonces, su paso vacilante se transformaba: el cuerpo se le llenaba de fuerza al abrazar a su “Pepe”, como lo llamaba desde niño.
La suya fue una lucha sin descanso. Pidió favores, imploró a ministros, e incluso buscó a la madre de Rosas para suplicarle por la libertad de su hijo. Llegó a interceptar al mismísimo López en los pasillos de la cárcel, rogándole que lo dejara libre. Pero la historia no siempre concede finales felices. Tiburcia envejeció y murió en Luján, sin ver a su hijo recobrar la libertad.
Paz, en sus memorias, escribió: “Cualquiera sabe lo que importa una madre, por anciana que sea; la nuestra se hallaba en este estado, pero era siempre la cabeza de la familia; era un nudo que ligaba todos los miembros de ella; faltando, me parecía que quedábamos no solo en la orfandad, sino también en acefalía. Por otra parte la habíamos visto morir abismada de pesares e inquietudes por sus hijos, sobre quienes pesaban los más grandes peligros: cerró los ojos sin saber su final destino”.
Sus palabras condensan lo que ninguna epopeya militar podría narrar: el heroísmo silencioso de una madre que no se rindió jamás.
El poder detrás del poder. Doña Agustina López de Rosas fue, por carácter y voluntad, una figura formidable. Mujer de temple férreo, de religiosidad altiva y convicciones implacables, comandaba su hogar con la autoridad de una reina. Tuvo muchos hijos, “rubios y rollizos”, como recordaba su nieto Lucio V. Mansilla, y ninguno osaba contradecirla. Era, en palabras de su descendiente, “una deidad doméstica” que recibía los mates servidos por una esclava a la que obligaba a acercarse de rodillas.
Su marido, don León Rosas, la amaba con devoción, aunque la relación no carecía de tormentas. Mansilla cuenta una de sus discusiones más célebres, donde Agustina le espetó: “¿Y tú quién eres? Un aventurero ennoblecido (...), mientras que yo desciendo de los duques de Normandía; y mirá, Rozas, si me apurás mucho, he de probarte que soy pariente de María Santísima”.
Fue ella quien mandó en la casa, en los campos, en las finanzas y en los destinos familiares. En lo íntimo, tuvo los mismos “poderes extraordinarios” que más tarde el país otorgaría al Restaurador.
Con los años, la enfermedad paralizó su cuerpo, pero no su mando. Viuda desde 1839, siguió dirigiendo los asuntos familiares desde la cama. Era temida y venerada. Y, pese a su dureza, conservaba una humanidad que emergía en los momentos decisivos. Cuando el médico Hilario Almeyra cayó preso, ella intercedió ante su hijo: “No es unitario ni es federal, no es nada, es un buen sujeto; y así es como Juan Manuel se hace de enemigos porque no oye sino a los adulones”.
El episodio terminó con Rosas pidiéndole perdón de rodillas y ordenando la liberación del prisionero. Esa imagen —el dictador, ante su madre, vencido por la ternura y la razón— revela un costado que los libros de historia rara vez muestran.
Doña Agustina murió en 1845, a los 66 años, cuando el país sufría el bloqueo de Francia e Inglaterra.
La tejedora del destino. Si Tiburcia Haedo representa la fidelidad maternal llevada al sacrificio, y Agustina de Rosas el poder doméstico, doña Paula Albarracín, madre de Domingo Faustino Sarmiento, encarna la virtud silenciosa del trabajo. Su vida fue una larga lección de perseverancia, tejida literalmente hilo a hilo.
Paula fue una mujer fuerte y trabajadora. En 1801, siendo soltera, comenzó a construir la casa donde nacieron sus muchos hijos. A medida que estos fueron creciendo, ayudaron a ampliarla. Llegó a tener nueve habitaciones principales y dos patios. Allí, “a poca distancia de la puerta —escribe su hijo en Recuerdos de provincia—, eleva su copa verdinegra la patriarcal higuera, que sombreaba aún en mi infancia aquel telar de mi madre, cuyos golpes de husos, pedales, lanzaderas, nos despertaban antes de salir el sol, para anunciarnos que un nuevo día llegaba”.
Esta mujer encarnó el espíritu cuyano de los que no se rinden. Su trabajo era su patria, su casa, su oración. Cada palabra de su hijo destila gratitud. No es casual que, ya como presidente, Sarmiento evocara a su madre como la encarnación de la educación, del esfuerzo y de la dignidad sin títulos.
Siendo Sarmiento un joven exiliado en Chile, Facundo Quiroga decidió costear su lucha contra los unitarios con aportes obligatorios del pueblo sanjuanino. A doña Paula le exigió seis bueyes. No tenía tal cantidad. Al verla llorar, el sacerdote don José de Oro le dio ocho para que hiciese el pago y se dejara dos. Pero no todo terminó allí: “Querido hijo –escribió Albarracín–, una de las cartas en las que hablas mal de Quiroga ha llegado hasta sus manos por una infidencia y me hizo llamar a la Casa de Gobierno. Aunque no conocía yo la causa, fui muy inquieta pensando en tu seguridad y en la de tu padre. Ni siquiera se paró al recibirme y, desde su silla, me mostró una misiva diciéndome: ‘Su hijo me califica de bandido. Es un insolente. Cuando lo aprehenda lo haré fusilar’. Salí con la angustia que te imaginas y quiero pedirte que seas prudente y que te cuides. En estos momentos en nadie puedes tener confianza. Te quiere como siempre, tu Paula”.
Podemos decir que Quiroga pagaría semejante actitud en cada página del Facundo.
Para Paula, los años trajeron el peso de la distancia. Envejeció esperando siempre el regreso del hijo que el destino había hecho prócer. En 1861, Sarmiento viajó a San Juan tras años de ausencia. De paso por San Luis, se cruzó con un sacerdote que venía de su provincia. “¿Y mi madre?”, le preguntó con urgencia. El cura respondió: “Yo la ayudé a bien morir el 21, y me encargó decirle que no había podido esperarlo más”.
Madre e hijo tenían un pacto: ella no moriría en ausencia de él, pero aquel 21 de noviembre Paula Albarracín faltó a su promesa. Murió a los 87 años, dejando una huella que trascendió generaciones y a un hijo que cambió la historia de toda una nación.
Cimiento de la patria. En los libros escolares, la historia suele escribirse con nombres de hombres: batallas, tratados, gobiernos. Pero debajo de cada gesta late una voz femenina que no pidió monumentos. Tiburcia, que siguió a su hijo hasta la muerte. Agustina, que domó al Restaurador desde la cuna. Paula, que levantó una casa y una moral con la fuerza de sus manos.
Ellas fueron el suelo donde germinó un país. Sus vidas —hechas de amor, sacrificio, fe y terquedad— son el rostro íntimo de la historia argentina. En sus lágrimas, sus ruecas y sus rezos, se templó el espíritu de los hombres que luego cambiarían el destino del país.
A veces la historia olvida que antes del sable y la pluma estuvo el regazo. Que antes de la idea de patria existió el calor de una madre que enseñó a amar, a resistir y a creer. Sin ellas, el heroísmo sería una flor sin raíz.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/ideas/antes-del-sable-y-la-pluma-el-calor-materno-nid19102025/