La otra Argentina: un modelo sano que ofrece futuro a las nuevas generaciones
En una Argentina atravesada por historias tenebrosas como la del triple crimen o la del fentanilo envenenado, tramas oscuras como la de Fred Machado y sus vidriosas vinculaciones políticas, y esce...
En una Argentina atravesada por historias tenebrosas como la del triple crimen o la del fentanilo envenenado, tramas oscuras como la de Fred Machado y sus vidriosas vinculaciones políticas, y escenas bizarras y de hipocresía como las que ofrece la campaña electoral, tal vez sea un ejercicio saludable reorientar el foco y buscar, en la propia sociedad, modelos virtuosos y fórmulas inspiradoras. Un viaje a lugares modestos, periféricos y suburbanos puede ofrecernos, aunque sea en escalas pequeñas, una brújula estimulante. Allí nos encontraremos con muchos clubes de barrio y sociedades de fomento que, aun condicionados por la crisis estructural y el empobrecimiento del país, logran el milagro cotidiano de mantenerse a flote. Son instituciones humildes que, sin embargo, cumplen un papel fundamental en todas las comunidades, sobre todo en las más vulnerables. Funcionan como un ámbito de contención y de oportunidades para millones de jóvenes. Y lo hacen sobre la base del esfuerzo de miles y miles de vecinos anónimos que donan su tiempo, crean lazos con otras instituciones, vuelcan su experiencia en forma desinteresada y hacen un conmovedor aporte para sostener actividades deportivas, sociales y culturales que levantan una barrera contra la exclusión, la marginalidad y los peligros a los que están expuestos los adolescentes en la calle.
La tragedia desoladora de Brenda, Morena y Lara –las chicas asesinadas en Florencio Varela– ha corrido el velo sobre un submundo dominado por la marginalidad y la violencia en el conurbano bonaerense. Es un universo que se ha expandido y que se explica por el deterioro social, el debilitamiento de la escuela pública y el avance rampante del narcomenudeo. Retrata una Argentina desgarrada. Pero hay otra, que también es real, y que lucha sin alardes ni estridencias contra esas amenazas y peligros. A ese país pertenece, por ejemplo, la historia de Lautaro Rivero, que hoy brilla en el deporte de elite y acaba de ser convocado a la selección argentina de fútbol. Tiene 21 años y, entre los 15 y los 16, vendía flores y alfajores en la calle para ayudar a su familia, integrada por seis hermanos. Nació en una zona pobre de Moreno, en el oeste del conurbano. ¿Con qué nos encontramos cuando rebobinamos un poco en su biografía? Con Los Halcones y La Victoria, dos clubes muy modestos de esa zona suburbana, donde se practica el fútbol infantil, pero, sobre todo, se teje una red de integración social en la que los chicos encuentran una motivación y un ámbito donde rigen los valores de la disciplina, el esfuerzo, el compañerismo y la responsabilidad.
En esos clubes funciona una Argentina sana. Se juega al fútbol, pero también a otros deportes y actividades, desde básquet hasta patín artístico, todo con el espíritu del amateurismo y la competencia formativa. Los que sostienen sus instalaciones son los propios socios, que refuerzan la cuota con rifas, kermeses y eventos solidarios. De su estructura participan dirigentes, entrenadores, árbitros y profesores que, en muchos casos, hacen un aporte ad honorem e integran un sistema espontáneo de voluntariado. Los fines de semana hay padres y madres que se movilizan para pintar, cortar el pasto y hacer otras tareas de mantenimiento. Alrededor de ese esfuerzo se consolida un espíritu de comunidad. Los clubes se convierten en un espacio de pertenencia e identidad, y, como si fuera poco, funcionan también como semilleros dirigenciales y espacios de encuentro intergeneracional. Son herederos de aquella tradición que crearon en el país los inmigrantes españoles e italianos, con círculos, clubes y cooperadoras que forjaron una sólida red de instituciones sociales, culturales y de salud. Es ese país que con talento y sensibilidad excepcionales retrató Juan José Campanella en Luna de Avellaneda.
Cuando se mira ese universo de cerca, se rescatan otros modelos virtuosos. Esta misma semana, por ejemplo, un modesto club de la periferia profunda de La Plata, Tricolores, inauguró su nueva sede, que incluye un polideportivo cubierto de 1500 metros cuadrados. Lo hizo con los aportes de una fundación que se llama Florencio Pérez, en homenaje a un viejo maestro y hacedor que dejó su huella en la capital bonaerense. Es una entidad solidaria que recauda fondos para financiar programas de integración entre los jóvenes y de lucha contra las adicciones. Además de una obra, es una demostración de lo que se puede hacer con una buena articulación entre el sector privado y las instituciones.
Son historias mínimas, noticias muy pequeñas que suelen pasar inadvertidas. Pero hablan de la vitalidad de un país que se resiste a su propio deterioro y que practica, con hechos y acciones concretas, un sistema de valores que no ha perdido vigencia a pesar de la declinación general.
En la Argentina hay una sólida y vibrante red de ONG que hacen un trabajo silencioso, esforzado y conmovedor en áreas muy diversas. Basta mencionar a Cáritas, Techo, Los Espartanos o Red Solidaria para saber de qué hablamos. Muchas de ellas están aglutinadas en el Grupo de Fundaciones y Empresas (GDFE), que incentiva programas con impacto social en diferentes zonas del país. Aunque no hay un registro oficial riguroso, los datos de la IGJ indican que existen entre 3000 y 4000 fundaciones registradas a nivel nacional. Lo mismo ocurre con los clubes de barrio: no hay un censo nacional actualizado, pero un relevamiento realizado por la Universidad de Avellaneda estima que hay entre 15.000 y 20.000 instituciones de este tipo en el país. Se trata de un gigantesco universo que moviliza a la sociedad civil detrás de objetivos nobles e iniciativas constructivas. ¿No haría falta, sin embargo, una mayor articulación y mejores políticas de incentivo para reforzar esas redes de contención?
No se trata de que el Estado meta una cuña, pero tampoco que mire con indiferencia y mucho menos que imponga trabas y dificultades. El voluntariado y la solidaridad social deben ser incentivados. Cuando se examina la legislación argentina y se la compara con la de países avanzados, se observa un marcado atraso en esta materia. Hacer donaciones en el país suele implicar un laberinto burocrático que genera desaliento, mientras que los estímulos impositivos para encarar proyectos sociales desde las empresas son prácticamente inexistentes. Se tardó más de una década en reglamentar la “ley del buen samaritano”, que establece un marco legal para la donación de alimentos.
Hay muy poca legislación específica para clubes de barrio y sociedades de fomento. Así es como hasta hace poco se les cobraban los servicios, por ejemplo, con la misma vara que a las grandes empresas.
Es cierto que miles de clubes de barrio sobreviven por el esfuerzo de sus comunidades, pero tampoco puede tenerse una mirada naíf: muchos otros han cerrado o se han debilitado. Las masas societarias se han encogido, la morosidad ha crecido y, así como una gran cantidad de chicos encuentran en ellos oportunidades, muchos otros se han extraviado en ese submundo de marginalidad que se refleja en el triple crimen.
Un problema que ha acorralado a instituciones barriales es la industria del juicio laboral. Un buen día se han encontrado con demandas millonarias de personas que cumplían tareas informales como cancheros, cantineros o cobradores. Es lo que les pasó, en otro universo, a los clubes de golf con los caddies, que “asesorados” por estudios de abogados laboralistas se declararon empleados en relación de dependencia y emprendieron demandas abusivas. Ahora la Corte está poniendo las cosas en su lugar, pero en el largo proceso hay muchas instituciones que terminaron embargadas y con sus balances en rojo. Tampoco son islas: la crisis dirigencial no les resulta ajena y han sufrido el impacto de la fragmentación social.
Si valoramos ese gigantesco entramado de clubes barriales como una defensa contra los flagelos que descomponen el tejido social, ¿no merecerían mayor protección, mayor estímulo y mayor ayuda por parte del Estado? Tal vez solo se trate de dejarlos hacer y de proponer reglas claras que no conspiren contra su supervivencia. Tal vez se trate de pensar modelos de cooperación novedosos: ¿no podrían las universidades “apadrinar” a algunos clubes para proveerles practicantes de medicina, ayudantes docentes o asesoramiento legal y contable gratuito? ¿Sería tan difícil pensar algún estímulo para que docentes jubilados aporten algunas horas como voluntarios en talleres de apoyo escolar o cursos de determinadas materias en el seno de esos clubes? Muchos tienen instalaciones ociosas, de viejas bibliotecas y salones de baile que evocan tiempos de esplendor. ¿No podrían pensarse alternativas para dotar a esos espacios de nuevas funcionalidades, con salas de computación, talleres creativos o escuelas de oficios? ¿No podría impulsarse un programa nacional que convoque a figuras relevantes del deporte, el arte y las ciencias para dar charlas motivacionales en instituciones de ese tipo? ¿Cuántos deportistas como Lautaro Rivero estarían seguramente dispuestos a ayudar a clubes como Los Halcones o La Victoria? Muchos lo hacen en forma silenciosa, pero tal vez haría falta una apoyatura más institucionalizada. ¿Sería tan difícil promover un sistema de padrinazgos que inyecte recursos, ideas y soporte desde el sector privado a estas instituciones barriales? En un contexto en el que han desaparecido los potreros y la vida en el barrio ha sido arrebatada por la inseguridad urbana, esos ámbitos adquieren una relevancia aún mayor.
Millones de chicos y adolescentes hoy caminan por la cornisa: pueden caer de un lado o del otro de la Argentina. Los clubes de barrio, como complementos de la escuela, ofrecen todos los días una opción para el lado del progreso, del esfuerzo, de la sana convivencia y de los valores del deporte. Tal vez les debamos a muchas de esas instituciones el hecho de que la degradación argentina no sea aún más pronunciada. Hoy no necesitan un homenaje, aunque sería justo hacérselo, sino respaldo y apuntalamiento. En esas canchas y ese polideportivo que inauguró hace cuatro días el club Tricolores de La Plata hay una esperanza y un modelo. En la historia de Lautaro Rivero está el ejemplo de lo que se puede lograr.