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Todas las vidas de Cleopatra

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¿Qué tanto damos por sentado sobre Cleopatra? Entre bustos antiguos y vestuario hollywoodense, piezas arqueológicas y joyas rescatadas del Nilo, la reina más célebre de la Antigüedad vuelve a escena en París. El Institut du Monde Arabe presenta Le Mystère Cléopâtre, abarcativa exposición sobre esta reina políglota, estadista pragmática y astuta estratega que, en las dos décadas que -muy joven- gobernó Egipto, garantizó la paz y mantuvo el brillo de su nación, luchando por preservar una relativa autonomía, pese a la presión militar de Roma.

Reina filósofa para ciertos historiadores árabes, madre de la nación para los egipcios, se sabe que nació hacia el 69 a. C., última de una estirpe que provenía del norte de Grecia y que llevaba siglos practicando la endogamia y el asesinato como si fuesen prerrogativas dinásticas. En ese nido, Cleo aprendió rápido a blandir la astucia. Se casó -porque así lo dictaba la costumbre- con su hermano Ptolomeo XIII, al que terminaría derrotando en una guerra de facciones. Luego se deshizo de otro hermano-marido, Ptolomeo XIV; y ni siquiera su hermana Arsinoe, refugiada en el templo de Artemisa, escapó de su cálculo: la mandó ejecutar, por si acaso.

Mientras tanto, labró alianzas -y pasiones amorosas- con los hombres más poderosos de Roma: primero Julio César, con quien tuvo a su hijo Cesarión, y más tarde el cónsul Marco Antonio, de cuya unión nacerían los gemelos Alejandro Helios (Sol) y Cleopatra Selene (Luna), y Ptolomeo Filadelfo. Pero al otro lado del tablero estaba Octavio, el heredero del César, quien les declaró la guerra y, tras la derrota en Accio, empujó a nuestra Cleo al telón final: esa muerte que la posteridad convirtió en mito.

Entre calumnias y elogios

“Las numerosas crónicas romanas sobre Cleopatra son cuestionables”, opina Claude Mollard, curador general de la exhibición parisina. “Nacieron de la venganza de Octavio, devenido emperador Augusto que, para asegurarse el trono, eliminó a su hermanastro Cesarión, y luego se ocupó de desacreditar a su madre con insultos y calumnias”. ¿Qué mejor que atribuirle a ella la caída de Julio César y Antonio sin manchar indebidamente la imagen de su tío abuelo y de su cuñado, respectivamente? Echó a rodar chismes, y esa propaganda victoriosa hizo escuela: Virgilio habló de la “extranjera abominable”, Horacio de un “monstruo fatal” y una “reina loca”, mientras otros la presentaban como adicta al sexo insatisfecha. En general, no entendían a las egipcias, dueñas de libertades inusuales para la época: trabajaban, heredaban, se divorciaban. A sus ojos, eran criaturas desconcertantes.

Se casó -porque así lo dictaba la costumbre- con su hermano Ptolomeo XIII, al que terminaría derrotando en una guerra de facciones. Luego se deshizo de otro hermano-marido, Ptolomeo XIV; y ni siquiera su hermana Arsinoe, refugiada en el templo de Artemisa, escapó de su cálculo: la mandó ejecutar, por si acaso

En contraste, los propios súbditos de Cleopatra la veneraron como la diosa que garantizó la prosperidad de su reino, la Nueva Isis; de hecho, siglos más tarde, “los historiadores árabes preservaron la imagen de una jefa de Estado muy competente”, subraya Nathalie Bondil, directora del museo parisino. Estos documentos evocan el poderío de una mujer que logró dominar los caprichos del Nilo, controlar el suministro de trigo de todo el reino (Alejandría era el granero de Roma y Grecia), reformar el sistema económico (por ejemplo, acuñando una moneda -con su propia imagen- que fijaba su valor nominal) y otros grandes logros.

La versión favorable la muestra, en resumidas cuentas, como una figura maternal que protege y nutre a su pueblo, pero también como una erudita, incluso una alquimista. En cuanto a sus propios hijos, en tiempos en los que la maternidad de la realeza estaba atravesada por la lucha por la supervivencia dinástica, Cleopatra se encargó de asegurarles títulos y territorios con el afán de allanarles un futuro auspicioso, ¿gesto de una progenitora presente que cuida, a su modo, a su descendencia?

Por cierto, en Futur Mir (traducido como La conquista de Egipto), el historiador Ibn ‘Abd al-Hakam (803-871) llega a atribuirle el Faro de Alejandría, indicando que fue ella -y no sus antepasados- quien lo hizo construir, considerado una de las siete maravillas del mundo antiguo. ¿De qué carecen estos documentos orientales? De la descripción física de la monarca, según el Institut du Monde Arabe: evidentemente irrelevante en comparación con sus tantos méritos políticos.

Virgilio habló de la “extranjera abominable”, Horacio de un “monstruo fatal” y una “reina loca”, mientras otros la presentaban como adicta al sexo insatisfecha

Aun así, no quedan fuentes directas sobre la soberana -única de su estirpe en dominar el idioma egipcio-: ni su correspondencia, ni los textos médicos que quizá (según el Talmud) ella habría escrito, ni la posible bío de un cronista de su corte. Letras que, de haber existido, fueron borradas del mapa con la destrucción de la legendaria Biblioteca de Alejandría que Cleopatra solía frecuentar, codeándose y discurriendo con los grandes sabios de la época antigua.

“Otras mujeres sacian los apetitos que alimentan, pero ella abre el hambre allí donde más satisface”, la elogió Shakespeare a través del personaje de Enobarbo en Antonio y Cleopatra (1607), resaltando el alcance de su magnetismo. Esta obra, pese a figurar entre sus tragedias mayores, suele representarse poco: su escala y la complejidad de los protagonistas acaso intimide a directores y actores. Salieron triunfantes del desafío: Vivien Leigh (junto a Laurence Olivier), Judi Dench, Glenda Jackson (bajo dirección de Peter Brook), Helen Mirren, Vanessa Redgrave, entre otras mega actrices que sacaron lustre al que, según muchos expertos, es el personaje femenino más complejo del Bardo: mezcla de inteligencia, ambigüedad moral, audacia política, voluntad de amar indomable, dignidad hasta en la muerte.

Variaciones en torno al mismo tema

Dice Iman Moinzadeh, otra de las curadoras de la muestra parisina, que el suicidio de Cleopatra ha sido “una de las escenas que más se ha representado en artes visuales en relación a la faraona, casi siempre en clave erótica”: la reina semidesnuda recostada en voluptuoso abandono, tal como la retrató el francés Jean-André Rixens en 1874; o incluso erguida y sensual en la escultura que Luis XIV mandó instalar en Versalles. Frente a esa galería, sobresale el gesto singular de Lavinia Fontana (1552-1614), una de las primeras pintoras que pudo vivir de su arte, algo tan inusual como el hecho de que su marido oficiase de agente/asistente. Esta artista de la Italia renacentista imaginó a su congénere estoica ante el letal áspid. “Es una imagen poco común: no solo porque devuelve a Cleopatra el poder de mirar la muerte de frente, sino porque... lo hace con ropa puesta”, añade Moinzadeh.

El final: agosto del 30 a. C. Para evitar la humillación de ser exhibida como trofeo, al parecer Cleo celebró un regio banquete, tomó un perfumado baño y buscó una salida elegante. Plutarco duda que fuera la mordida de una serpiente: llevaba años experimentando con venenos. Por otra parte, la heroína digna que pinta Fontana difícilmente tuviese en su guardarropas aquella indumentaria. En la vida real, seguramente alternase entre túnicas griegas de lino y atuendos rituales egipcios -pelucas, collares anchos, coronas con uraeus-. Pero cada época se dio el gusto de interpretar a Cleo según el antojo de la moda. Para prueba, el cine...

En 1917, Theda Bara la encarnó con transparencias atrevidas y corpiños mínimos alusivos al famoso áspid; en 1934 Claudette Colbert lució geometrías art déco y brilloso lamé; y en 1963 Elizabeth Taylor fue transformada en memorable diva Technicolor en el costosísimo film que terminó de filmar Joseph Mankiewicz, con eyeliner más que generoso y cantidad de cambios de vestuario que iban del blanco níveo al violeta eléctrico. Especialmente inolvidable el traje dorado con el que Liz hace su ingreso real a Roma, con imponente corona y capa monumental que evoca el plumaje del ave fénix. Las joyas, a la altura de la mitología: parte provenía de Bulgari. Huelga mencionar que el ardiente romance con Marco Antonio cobró vigencia en la vida real, con la estrella y el gran actor británico Richard Burton, luego dadivoso proveedor de diamantes.

Se impone contar que Jehanne d’Alcy fue la primera actriz en interpretar a Cleo en pantalla grande, en 1899, en una película de dos minutos del pionerísimo Georges Méliès. Y luego, además de las citadas, Sophia Loren, Monica Bellucci, etcétera. Dicho lo cual, abusando de los clichés orientalistas, en la fantasía occidental esta descollante reina terminó convertida en la musa que cada época eligió. Casi tan excesiva como el maquillaje de ojos -khôl en verdes y negros, hecho a base de minerales- que no podía faltar en el tocador de las damas de su época que, además de abonar al encanto, supuestamente protegía la vista.

De banquetes imposibles y juguetes sexuales

En el siglo XIV, Dante ubicó a Cleopatra en el segundo círculo del averno, reservado para los pecadores carnales / que la razón al deseo sometieron. Al igual que en la Divina Comedia, su fama de lujuriosa se coló en pleno siglo XX cuando, puestos a fabular, algunos articulistas afiebrados empezaron a aseverar que Cleopatra inventó avant la lettre el primer vibrador de la historia: una calabaza hueca o un cono de papiro lleno de agitadas abejas. Un imaginativo bulo -a falta de pruebas- que acaso naciera en 1992 con The Encyclopedia of Unusual Sex Practices, de Brenda Love, aunque muchos todavía dan el dato por bueno en un eterno copia y pega.

Tan incomprobable como el episodio que narró Plinio el Viejo en su enciclopédica Historia natural, un siglo después de que ella se quitara la vida... Es decir, la apuesta con Marco Antonio de montar el banquete más caro jamás servido; apuesta que fuera ganada con una perla disuelta en vinagre y bebida como símbolo de lujo extremo, y del derroche y la vanidad que los romanos le endilgaran a la reina del Nilo. De tan excéntrica, esta escena también dio origen a cuadros de artistas como los de los italianos Carlo Maratta (siglo XVII) y Giambattista Tiepolo (XVIII). Insistentes rumores sostienen que, en Alejandría, los amantes compartían bacanales y salidas de incógnito. E incluso que habrían fundado una sociedad secreta, consagrada -¿hace falta aclararlo?- a los placeres de la carne.

Además de los cuadros ya citados, entre las 250 obras y objetos exhibidos en el Institut du Monde Arabe figuran piezas contemporáneas, como la instalación pop de la diseñadora Shourouk Rhaiem, deliberadamente anacrónica: su Quiosco de Cleopatra da lugar a un antiguo mercado egipcio repleto de jabones, sardinas y refrescos con la cara de la reina, obtenidos de góndolas de distintas partes del mundo. “Cleopatra siempre vende”, destaca Rhaiem, y la actualidad lo confirma. Sin más, el centro cultural Matadero de Madrid acaba de inaugurar una muestra inmersiva -con metaverso, holograma y otros chiches digitales- para “pasear” por el reino de la faraona, visitar su alcoba con vistas al Faro, y de yapa conocer detalles pintorescos sobre la vestimenta y los peinados.

Paralelamente, estos días el historiador Lloyd Llewellyn-Jones publica una investigación sobre el linaje femenino de su familia Ptolemaica, la celebrada Las Cleopatras, reinas olvidadas de Egipto, en el que incesto real, traición y asesinato marcan el tono. E incluso una misión arqueológica en las Ruinas de Taposiris Magna, un antiguo santuario de Osiris, anuncia haber dado con una estatua de mármol que, cruzan los dedos, revelaría el esquivo rostro de esta reina, cuya única aproximación viene de la numismática... Tal vez algún día se descubra la tumba donde Octavio enterró juntos a Antonio y Cleopatra, un gesto de clemencia sospechosamente tierno de un enemigo implacable, y, con suerte, aparezcan allí una joya, un brazalete, su caligrafía sobre tablas de ónix. En fin, alguna huella concreta y reveladora.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/todas-las-vidas-de-cleopatra-nid19102025/

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